lunes, 12 de agosto de 2019

SIN VENTANAS.

Felicidad, esa palabra imposible de detenerse en el corazón hasta la eternidad.
Tan buscada, y tan poco hallada, tan necesaria y pocos son los que la regalan.

En aquel cuarto, los paisajes no eran necesarios, la luz era tan suave que se podía respirar la calma que prometía parar el tiempo.
Suave melodía encogía con cobijo el alma. No, no necesitaba ventanas, no habrían suficientes paisajes para igual aquella brecha que se abrió del cielo, camino a mi presente. Fueron segundos, el aroma que se desprendía no se despidió, la felicidad efímera se presentó, y con gran deseo se dejó acariciar. Era su mirada tan profunda, su respiración pausada susurraba calma, su dulce anatomía segregaba confianza. Se hizo enigmático, no, no necesitaba ventanas con paisajes sublimes, ya tenía una ventana abierta al cielo. Tan solo con su mirada, creaba un mundo donde las mariposas, las luciérnagas, la olor de las flores, la suavidad de las plumas, y la música fluían como si no hubiera un final. Únicamente necesitábamos estar anidados el uno con el otro para poder sentirlo. 

Porque a veces Dios usa las cosas cotidianas para acercarnos el cielo.

      «El regazo de una madre.»

Y así es: tú me hiciste nacer del vientre de mi madre; en su pecho me hiciste descansar.
Salmos 22:9 
                               

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